Tiempo de olivos IV - El mito

Cuentan en los mentideros del Olimpo que Poseidón y Atenea, con gran visión de futuro, estaban interesados en apadrinar el entonces villorrio de Atenas. Como un mosqueo entre dioses no es cualquier cosa, Zeus decidió intervenir y les propuso un desafio: aquel que aportase el regalo más útil a la humanidad sería el padrino de la ciudad. El tremendo Poseidón golpeó una roca con su tridente y empezo a brotar agua salada de la que surgió el caballo, animal resistente, veloz y capaz de aliviar el trabajo de los hombres. Atenea apareció con una ramita retorcida entre las manos. Se agachó, la plantó en el suelo y ¡zas! brotó un olivo. Cuando Poseidón se las prometía muy felices, Atenea comenzó a explicar para que servía aquel arbolillo un poco chuchurrio: era fuerte, capaz de vivir siglos produciendo frutos apetitosos y sabrosos, de los que los hombres podían extraer su jugo para sazonar las comidas, dar fuerza al organismo, aliviar heridas, sanar algunas enfermedades, conservar alimentos, embellecer el cuerpo y alumbrar la noche oscura. Los ciudadanos atenienses, rigurosamente democráticos, concedieron la victoria a Atenea por una comoda mayoría, que diríamos hoy.